En Nicaragua un manotazo desensilló al «amo» el 18 de abril
del 2018. En ese instante primigenio el fervor de los acontecimientos
contagiaba al más indiferente de los ciudadanos. Sin duda, el desafío al
«poder» en el país era previsible, pero lo acontecido superó con creces la
mejor de las predicciones.
Ese día, no sólo hizo aguas el modelo hegemónico del
Frente Sandinista, sino toda la clase política, que en nuestra historia
reciente se ha mostrado incapaz de resolver los desafíos más apremiantes de la
sociedad nicaragüense.
El estallido
social que ocurrió hace más de un año en el país dejó una estela de luto y
dolor en las familias nicaragüenses, una economía en cuidados intensivos y un
régimen desnudo.
El elevado costo humano solo muestra el nivel de fragilidad de
las bases del modelo político del régimen Ortega Murillo. Ante el socavamiento
de sus alianzas, de sus bases y de su legitimidad, la coerción ha sido su único
escudo «efectivo». La cúpula gobernante sin embargo, sabe mejor que nadie que
esa es una sensación efímera y que el daño ya está hecho.
Las transiciones
desde regímenes autoritarios en América Latina ha sido la «cuestión
fundamental» de las últimas décadas. El camino de la democratización siempre es
complejo, contradictorio, de avances y retrocesos, requiere tiempos de presión
y momentos de negociación.
Por lo tanto, su culminación es relativa y depende
de múltiples factores externos como internos. Los procesos que se construyen
colectivamente tienen estas características; los actores que participan siempre
son heterogéneos, disímiles, incluso antagónicos y nuestro país no es la
excepción.
Las experiencias
de las transiciones en la región indican que por más represivo o autoritario
que sea el régimen, las salidas negociadas que conducen a elecciones han sido
las más exitosas.
En este camino, los avances son paulatinos, se ganan
posiciones, se promueven movilizaciones, se tejen alianzas, se aumenta la base
de apoyo, el nivel de organización, es decir, se trabaja dentro de las
condiciones existentes, sin generar falsas expectativas o sin dejar de considerar
la fuerza del adversario.
Durante la
celebración del plebiscito chileno de 1988 convocado por Pinochet, los debates
en el seno de la oposición fueron intensos. La decisión de participar en esas
elecciones se basó en el argumento que había que cuestionar al régimen dentro
de sus propias normas.
En el caso de Brasil, la decisión de la oposición de
participar en las elecciones «indirectas» de 1984, aún convocadas bajo las
reglas del régimen militar llevó a la victoria de Tancredo Neves, el primer
presidente civil en época de dictadura. No se trata pues de negar la oprobiosa
realidad existente, sino de no ceder ningún espacio político.
En este sentido,
el debate que hoy se da en la oposición del país entre los «maximalistas» y los
«pragmáticos» adquiere una gran relevancia. Los primeros apuestan por la
consecusión de todos los deseos o demandas, a una caída estrepitosa del
régimen, a una excesiva idealización de «la calle» y a procesos de negociación
entre sus afínes ideológicamente.
En el segundo caso, se privilegian las
alianzas entre los sectores claves del país, en mantener abiertos los canales
de negociación con el régimen y la búsqueda de condiciones mínimas para lograr
una «salida electoral».
No se trata de
señalar quién lleva razón y quién no, sino de mostrar que es deseable la
existencia de estas posturas, siempre y cuando tengan la intención de
conciliarse eventualmente.
La construcción de una coalición opositora amplia debe
pasar por un proceso de depuración natural, que no implica una exclusión
dirigida sino la incompatibilidad de la transición con posturas inflexibles,
que terminen por frenar los avances conseguidos y quebrar las esperanzas de la
ciudadanía.
En el caso de las
concesiones que el régimen Ortega Murillo ha otorgado, una buena parte de ellas
han sido por la presión en las calles, otras por las estrategias conjuntas de
una oposición unida e institucionalizada.
Pero las que más han despojado de su
legitimidad al actual gobierno han sido fruto de sus propios errores, de sus
torpezas políticas y de su comportamiento criminal. Algunas veces, la oposición
parece olvidar la capacidad que posee de capitalizar en su favor estas
concesiones gratuitas.
La complejidad de
la transición nicaragüense radica en la naturaleza de la oposición al régimen.
En todos los demás casos de América Latina, estos procesos los llevaron a cabo
líderes y partidos políticos existentes, en algunos casos hasta ilegalizados.
En el caso de Nicaragua, los partidos políticos tradicionales no tomaron parte
en la etapa de protesta ni en las negociaciones existentes.
La oposición
agrupada en la Alianza Cívica o en la Unidad Nacional son «disidentes» de las
estructuras partidarias clásicas, han pertenecido a Movimientos Sociales,
estudiantiles, ONG’s, Gremios Empresariales o Sindicales. Con excepción del
«sector empresarial», la mayoría no formaba parte del modelo corporativo que
existía en el país.
La experiencia de
América Latina demuestra que no hay caminos únicos cuando se trata de salir de
un régimen autoritario o dictatorial. Los contextos concretos determinan las
estrategias a seguir.
El denominador común es que los gobiernos autoritarios
renunciaron al poder cuando entendieron que esa era la única manera de evitar
consecuencias catastróficas para sus propios intereses. En Nicaragua, ese
momento aún es incierto pero previsible.
El estallido
social de abril de 2018 abrió el camino para la democratización de Nicaragua.
Sin embargo, nunca las movilizaciones generan por sí mismas los cambios
políticos necesarios. Hoy estamos en una etapa diferente, que requiere la misma
valentía pero también un enorme desafío; el de convencer que mirar hacia el
futuro, es decir, hacia un país más democrático, estable, incluyente es un
deseo impostergable.
Por eso, el mejor homenaje a las víctimas de este doloroso
proceso es garantizar que por los votos y no por las armas, la democracia es
posible.
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