Costa Rica cumple tres semanas de cierre de fronteras y mandó policías como
nunca antes a vigilar su frontera norte; ordenó cancelar cualquier estatus
migratorio a los millares de nicaragüenses que salgan a su país; instaló una
base aérea en las barbas del territorio de su vecina Nicaragua y suspendió
hasta nuevo aviso la recepción de solicitudes de refugio.
El coronavirus ha
cerrado la ruta de escape de los perseguidos de Daniel Ortega. Dos años después
de la detonación de la agitación social y la represión gubernamental, la vecina
Costa Rica da un giro de 180 grados en la política migratoria que hasta marzo
dio acogida a 350.000 nicaragüenses, el 7% de la población costarricense.
El
pequeño país centroamericano conocido por recibir más migrantes de los que
expulsa fue un remanso para 77.000 solicitantes de refugio procedentes de
Nicaragua desde 2018, pero la epidemia del COVID-19 ha cambiado el mundo para
todos.
Ahora el gobierno
de Costa Rica trata de blindar sus 309 kilómetros de frontera con Nicaragua.
Insiste hasta a la saciedad a los residentes nicaragüenses que no vayan a su
país; que no podrán volver, al menos dentro de los márgenes de legalidad que
aún quedan. En tres semanas, la Policía ha rechazado a 5.357 extranjeros en la
frontera norte, el doble de la cantidad rechazada en las nueve semanas
anteriores. Todo vale para consolidar un “cerco sanitario”, ha dicho la
vicepresidenta Epsy Campbell, a cargo de los operativos migratorios.
Al Gobierno de
Costa Rica, con 577 casos de COVID-19 hasta este domingo y tres fallecidos, les
preocupa la manera en el gobierno de Ortega responde a la epidemia, aunque se
han cuidado de decirlo públicamente. “El tema migratorio es de altísima
vigilancia y preocupación”, dijo el presidente de la Caja Costarricense del
Seguro Social, la entidad estatal que administra todas las clínicas y
hospitales del país. Fuera de micrófonos, otras autoridades suenan alarmadas
por los llamados gubernamentales a las aglomeraciones públicas, por mantener
las lecciones y por invitar al turismo a disfrutar esta época, en paralelo a la
desaparición pública del presidente Ortega por casi un mes.
Lo resumió el
viernes la directora de la Organización Panamericana de la Salud, Carissa
Etienne, al hablar de Nicaragua. “Nos preocupa la falta de distanciamiento
social, la convocatoria de reuniones masivas; nos preocupan las pruebas, el
rastreo de contactos, la notificación de casos”.
En Costa Rica crece el temor a
un contagio masivo y silencioso en suelo nicaragüense, y a una posible
propagación sobre la población costarricense. La inquietud cunde en sectores
opuestos a recibir migración, pero también en los que han apoyado las políticas
de acogida, a pesar de esporádicos llamados a evitar brotes de xenofobia.
La tensión no es
solo sanitaria; la economía también juega en contra. La epidemia del
coronavirus destruirá miles de empleos y agravará la debilidad de las finanzas
públicas, lo que reduce a mínimos la posibilidad de los migrantes de conseguir
un trabajo o ayudas. “En esta semana estamos comiendo las verduras que nos
regaló un señor campesino porque ya los restaurantes ya no le compran, pero no
sé qué vamos a hacer después. Lo seguro es que a Nicaragua no vamos, pero sé de
otros que sí tuvieron que volver”, contó a EL PAÍS E. M., un profesor de
Managua que llegó en octubre de 2018 con sus dos hijos adolescentes.
La Policía
costarricense también ha reforzado la vigilancia en la frontera sur, con
Panamá, por donde desde 2016 entran miles de migrantes africanos y haitianos
que cruzan Centroamérica por tierra hasta Estados Unidos. Un acuerdo para
trasladar de manera controlada 2.600 de ellos fracasó porque Nicaragua también
aumentó la presencia militar en su frontera; las autoridades migratorias
costarricenses tampoco quisieron arriesgarse a aglomeraciones de migrantes en
su territorio y avisó a Panamá, en la última semana de marzo, que no recibiría
más.
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