
El personaje del
cuento Una historia aburrida de Antón Chéjov, ostenta el alto rango de
consejero privado en la nomenclatura imperial, y ha sido honrado con todas las
condecoraciones deseables. Se trata de un anciano que nos relata sus memorias.
Un anciano de 60 años de edad.
Todavía a inicios
del siglo pasado, el que llegaba a los 40 años se dejaba crecer la barba, se
buscaba un bastón, y olvidaba impulsos y ardores juveniles. Ya no se diga una
mujer que a los treinta no se hubiera casado, era declarada oficialmente
solterona y tenía que resignarse a que su vida sería la de vestir santos.
Una de las
grandes proclamas humanitarias de la civilización moderna, basada en los
formidables avances de la ciencia, ha sido la conquista de índices cada vez más
altos de longevidad, sobre todo en los países del primer mundo. En Estados
Unidos la esperanza de vida en 1900 era de 47 años, cuando hoy es de ochenta; y
España, en el mismo periodo, pasó de 32 a 83 años. En medio siglo, aún América
Latina ha ganado 25 años en expectativa promedio de vida, para situarse en 75
años.
El concepto de
vejez temprana, entendida como senilidad, duró por muy largo tiempo en la
historia de la humanidad, salvo si aceptamos como válidas las copiosas edades
que se mencionan en el Antiguo Testamento, que deberíamos atribuir mejor a un
error en las cuentas de los escribas.
A la misma edad
del ilustre viejo de Chéjov, que a los sesenta siente que ha llegado el fin de
su vida, fue que Cicerón escribió, veinte siglos atrás, su canto de cisne en De
senectute. A ese anciano que mira reflexivo hacia el pasado como una forma de
prepararse ante la inminencia de la muerte, desahuciado por sí mismo, se le
encuentra hoy en el gimnasio.
Atlético, bien
bronceado, puede servir como modelo de ropa deportiva, con un palo de golf en
la mano. La gloria de la tercera edad empieza a parecer tan inmarcesible, que
hay quienes piensan necesario inventar una cuarta. Y también las parejas
felices de ochenta están en la publicidad, anunciando seguros de salud,
vitaminas milagrosas y cremas rejuvenecedoras, ya no se diga el Viagra, porque
el sexo entra también en el catálogo de derechos restituidos.
Es que la
longevidad es también toda una industria de miles de millones de dólares.
Norberto Bobbio, el gran pensador italiano, quien osó acercarse a la centena
con plena lucidez creativa, y escribió también su propio De senectute, habla
precisamente de esa inserción de los viejos en el mercado, porque son una
clientela, y son cortejados como portadores de nuevas demandas de mercancías.
Los viejos tienen
sueños, esperanzas, necesidades espirituales, y también materiales, y hay que
satisfacerlas. Ese ha sido un notable reconocimiento que se han ganado viviendo
más; son un segmento no despreciable del consumo.
Pero la pandemia
del coronavirus, que saca filo al sentido de supervivencia, hace que se
establezcan nuevos parámetros para medir a los viejos, que se convierten, de
pronto, en una piedra en el zapato, porque son el segmento social más
vulnerable al contagio. Es el grupo de riesgo por excelencia, y de allí se
tiende a extraer las más variadas y coloridas conclusiones.
La que más me
cautiva es la que establece que hay una urgente necesidad de escoger entre la
economía y los viejos. O sacrificamos la economía, o sacrificamos a los viejos,
esa es la propuesta. El vicegobernador republicano del Estado de Texas, Dan
Patrick, lo dice sin andarse por las ramas: “Mi mensaje es este: volvamos al
trabajo, volvamos a la vida, seamos inteligentes, y aquellos de nosotros que
tenemos más de 70 años, ya nos cuidaremos de nosotros. No sacrifiquemos el
país". Al menos, por lo que puede verse, Míster Patrick ofrece voluntario
su pescuezo.
Este reclamo de
que los viejos se sacrifiquen para salvar el todo a costas de una parte,
responde a una premisa general, tal como la enuncia Lloyd Blankfein, antiguo
presidente de Goldman Sachs: "Las medidas extremas para rebajar la curva
del virus son adecuadas durante un tiempo para reducir la carga sobre la
infraestructura sanitaria. Pero destruir la economía, los empleos y la moral es
también un asunto sanitario y afecta a muchas más cosas".
Viene en respaldo
suyo Dick Kovacevich, expresidente del Wells Fargo, quien propone que todos
dejen el encierro de la cuarentena, y salgan a producir y a consumir:
"Algunos enfermarán, algunos incluso puede que mueran, no lo sé… ¿Quieres
sufrir las consecuencias económicas o el riesgo de tener síntomas parecidos a
los de la gripe o una experiencia como la de gripe? Tienes que elegir".
Algunos morirán.
Los viejos, ya sus cartas están marcadas. A los jóvenes no les pasará nada, les
dará un simple resfrío. Y si toda la población se contamina, mejor, pues todo
el mundo quedará inmunizado.
Salvo los viejos.
A esos, ya les tocaba de todos modos, es la ley de la selección natural; sólo
los más fuertes sobreviven. De allí que los apóstoles defensores de la religión
de la economía, no tardarán en enlistar también a otros seres humanos
desechables, de los que se puede prescindir en aras del bien común. Los que no
puedan curarse por su cuenta, por ejemplo.
Y eso me trae a
la mente también esas armas de destrucción masiva, tan inteligentes como para
matar gente, pero que preservan, intacta, la economía; es decir, la
infraestructura productiva y los templos del consumo. Para que nos demos cuenta
que la economía, deidad abstracta hecha de cifras y curvas estadísticas, es una
cosa, y la gente otra.
¿Y la longevidad
que el mercado nos enseñaba en colores resplandecientes y felices? ¿Y las
nuevas impresionantes cotas de esperanza de vida? Hay que olvidarse de esa
conquista de la ciencia, y entregarnos todos, cuanto antes, a la normalidad de
la muerte.
Mientras tanto,
los viejos a escondernos.
Sergio Ramírez es
escritor y premio Cervantes 2017.
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